Recomendaciones
Recomendación Libro: «Los Milagros existen»
El grandioso psicoterapeuta y experto en regresiones a vidas pasadas a través de la hipnosis conocido por sus libros: «Muchos cuerpos, una sola alma»,»Muchas vidas, muchos Maestros» compartió hace tiempo este libro que es una recopilación de historias inspiradoras contadas por los propios pacientes elegidos entre las decenas de miles de personas que participaron en los talleres que el autor imparte desde 1988.
Lo fascinante de este libro es la paz y sanación que las personas manifiestan cuando se conectan con sus vidas pasadas. Personas que sanaron dolencias crónicas físicas que no tenían idea que estaban relacionadas con experiencias de vidas pasadas. Sanando también la relación con ellos mismos, con sus seres queridos o con su pasado. También relatan lo que les sucedió al momento de verse muertos y el amor y paz infinita que experimentaron. No había dolor en ningún caso.
Hay historias que te atrapan más que otras y algunas como la del siguiente ejemplo que comparto y que forma parte del libro te deja sin palabras y te llena de amor. Es el relato de Michael Brown, una persona que experimentó una regresión en vivo por Brian Weiss durante uno de sus seminarios y que como en muchos relatos del libro murió en una guerra.
“LOS CABALLEROS DE LUZ”
Estamos en la Edad Media, Yo me veía a mí mismo claramente en una vida de hacía mucho, mucho tiempo.
Vi la cara sucia de un niño de entre doce y catorce años. Percibí inmediatamente —supe, de algún modo— que ese niño era yo. Me hallaba de pie a escasos metros de la sombra de un bosque, hablando con un caballero. Estaba colocándole una brida y una silla en su caballo. La armadura del caballero estaba en el suelo, a mi lado. Junto a la armadura vi una curiosa serie de pequeños escalones, solo tres, con un cabestro atado a la parte de atrás. Era posible llevar esos escalones en la espalda, a modo de mochila.
«Soy un paje joven», expliqué. «Calzo sandalias ordinarias de cuerda, con cuero en las plantas. Mi pelo es lacio, castaño oscuro, y parece que alguien está poniéndome un cuenco sobre la cabeza y corta alrededor. Tengo la cara sucia, y visto lo que parece un burdo saco de arpillera con agujeros para los brazos y las piernas. Llevo una cuerda atada a la cintura. Justo frente al bosque, a la izquierda, se aprecia un gran campo abierto y a unos hombres que se congregan allí. Hay caballeros a caballo, y muchos más a pie, con una variedad de armas y escudos.»
Unos simplemente portaban grandes hachas y mazas y garrotes rudimentarios. Otros llevaban consigo espadas y puñales. Y aún otros, largos arcos y ballestas. Se reunían todos en el campo, mezclándose y hablando. Iban llegando miles desde todas direcciones. En la colina de la derecha destacaba un castillo grande y hermoso con altos torreones.
El caballero y yo estábamos unos metros adentrados en la sombra del bosque. Había acabado yo de colocar la brida y la silla en el caballo, y me hallaba de pie en el escalón de arriba, poniéndole al caballero la cota de malla sobre el torso. Se me llenaron los ojos de lágrimas mientras me oía a mí mismo hablar: «Dicen que no volveréis, que vais a morir.»
«¿Quién dice esto?», preguntó.
«Todos. Parece que el ejército contra el que vais a combatir es diez veces superior en número al nuestro, y que vos y la mayoría de los demás moriréis.»
El caballero me habló mirándome fijamente a los ojos: «No temas, pues morir es fácil; lo difícil es vivir. Morir con valor en el campo de batalla con mis amigos es un honor, y es un destino que nos espera, como todos sabemos. Yo no tengo miedo porque sé que el alma vive y sube al cielo al morir el cuerpo. En realidad, no morimos nunca.»
Para entonces yo ya lloraba en silencio mientras me disponía a deslizarle la armadura por la cabeza. Me corrían las lágrimas por las mejillas. «No vayáis. No tenéis por qué ir», susurré. Sin dejar de sollozar, le coloqué el yelmo para cubrirle la cabeza y la cara. Coloqué los escalones junto al caballo, y él los subió despacio y con cuidado; pasó la pierna por encima de la silla y dijo: «Recuerda lo que te he dicho. Si no regreso, nos encontraremos en el cielo.» Tras eso, encaró el caballo hacia el campo cada vez más concurrido, salió de la oscuridad del bosque y se puso al trote.
Brian avanzó en el tiempo y vi a cuatro hombres que entraban en el patio del castillo transportando a un caballero tendido de espaldas, sobre su escudo. Yo no quería creer que fuera él, pero sabía que lo era. Eché a correr tras ellos y llegué en el momento en que dejaban al caballero en el suelo. Le quitaron el yelmo, le palparon el cinturón y cogieron una pequeña bolsa de cuero. Tras abrirla, sacaron un vulgar trozo de papel con una nota escrita. Lo que leyeron en voz alta me dejó a la vez triste y contento: «Para quien encuentre esta nota, mi último deseo es que mi caballo, mi espada y mi armadura, así como todas mis pertenencias personales y mi condición social en esta vida, sean para mi paje.» Yo, por supuesto. Me entristecía pensar que no volvería a verle en esta vida. Valoraba todo lo que había hecho él por mí, pero también empecé a comprender, en ese preciso instante, que podía hacer realidad mi propio futuro. Sí, los caballeros luchan y los caballeros mueren, pensé. Estaba llorando desconsolado mientras los hombres me entregaban su espada y se disponían a quitarle la armadura. No había sensación de celebración. Había perdido a mi querido amigo y estaba embargándome un sentido del deber, un deber que no sabía muy bien si sería capaz de cumplir.
Me desplacé hacia delante en el tiempo para ver más aspectos de mi vida como paje, y me vi, ahora más alto y algo más viejo, en el patio del castillo. Lucía una camisa sencilla, larga, sin armadura alguna. Estaba peleando con un hombre mucho más grande y más fuerte que yo, los dos con grandes espadas de madera. Yo trataba de parar sus golpes implacables, pero fallaba irremediablemente. Cada tres o cuatro golpes, el hombre conseguía hundir en mi cuerpo su roma espada. Y cada vez que lo hacía, le oía gritar: «¡Muerto! ¡Estás muerto!» Era una lección de humillación, humildad y paciencia. A él parecía no costarle nada seguir «matándome», una y otra vez, con distintos golpes y mandobles. Las imágenes comenzaron a cambiar deprisa, y en cada una yo era más alto y más ancho de hombros mientras otros hombres me enseñaban a luchar. El miedo, la inquietud y la ansiedad tiraban de mí cada vez que «moría» allí en el patio, mientras tenía la impresión de que, un día no muy lejano, mi adversario no sería amigo mío y las espadas no serían de madera.
Brian me llevó fluidamente otra vez hacia delante en el tiempo, hasta que ya hube crecido del todo y llevaba la cota de malla: un hombre apuesto de veintipocos años. Ahora la armadura encajaba a la perfección. Me hallaba de pie en el patio del castillo, y frente a mí, en los escalones, había un paje que me deslizaba la armadura por la cabeza y el torso. Con lágrimas en los ojos, me suplicaba que no fuera, como había hecho yo con el caballero cuando era paje, y a este le repetí las mismas palabras que había oído tanto tiempo atrás.
Enseguida me vi en una gran explanada abierta. El terreno era llano y polvoriento. Estábamos en lo más reñido de una encarnizada batalla. Iba a caballo, y frente a mí, montado en su propio caballo, había un caballero poderoso, mucho más grande que yo. Sin duda era muy experto, pues descargaba sobre mí golpes despiadados con una espada enorme y maciza. Ahora la pelea era muy intensa y reñida, y yo oía a los hombres blasfemar, gemir, gritar y vociferar. El combate parecía librarse en todas partes, en todos lados: el sonido de metal contra metal, los chillidos asustados de hombres y caballos, el polvo que seguía levantándose. Cada vez que rechazaba otro mandoble me sentía más débil. De repente, a mi izquierda, vi a un hombre alto que se me acercaba andando por detrás. Tuve tiempo suficiente para advertir su presencia en mi campo visual cuando levantaba la espada para golpearme. Con un movimiento rápido y brusco, descargué la mía, que le rajó totalmente el hombro y el brazo izquierdos, y él se desplomó en el suelo.
En ese momento, vi algo asombroso. El hombre al que había cortado el hombro estaba tambaleándose y se acercaba por detrás. Con el último resto de energía que le quedaba, su mano derecha puso la hoja plana en la parte trasera de mi silla, con la punta contra el centro de mi columna, bajo la curvatura trasera de la armadura. Apoyó todo el peso contra la punta, y sentí una sensación abrasadora cuando su espada penetró en mi cuerpo. Impotente, empecé a moverme y agitarme convulsivamente mientras veía la hoja salir por mi vientre. Herido de muerte, me vi tendido en el polvo, con la espada sobresaliendo del abdomen. Allí, a escasos metros, tendido de costado, estaba el hombre que yo había acabado de matar —el hombre que me había acabado de matar a mí—.
Alrededor de nosotros se oía la pura locura de la guerra. El ruido de las espadas, los caballos bufando y empinándose de dolor y terror, los hombres heridos desparramados por todas partes. Muchos chillaban, llamaban a sus madres y esposas, blasfemando, gritando, llorando. «Por favor, mátame. Por favor, mátame, te lo suplico.» Curiosamente, yo no sentía dolor ni miedo, solo una calma cálida que me invadía todo el cuerpo. Quizás estaba en estado de shock. Miré al hombre que estaba muriéndose en el suelo justo delante de mí. Estaba en silencio, mirándome mientras yo le miraba a él. Los dos intercambiamos estas últimas miradas sin decir nada, fijos los ojos de uno en los del otro, parpadeando en el polvo, sabiendo que cada uno sería para el otro la última persona que vería jamás en esta vida.
Y entonces fui consciente de una sutil agitación dentro de mí y noté una sensación muy rara pero agradable. Había cerrado los ojos y estaba planeando, flotando por encima de mí mismo, sintiéndome totalmente ingrávido. Bajé la vista y miré no el cuerpo tendido en tierra sino la cosa que surgía de él, lo cual de algún modo mirar hacia abajo y ver el antiguo yo, mi cáscara. Era una luz blanca, brillantísima, tan fuerte que costaba contemplar. Me hallaba a menos de dos metros de altura, y eché una mirada hacia donde había estado mi adversario. También él se había convertido en un cono blanco luminoso que se mantenía inmóvil en el aire justo por encima de su cuerpo.
Con gran alegría, expliqué a Brian que ahora mi adversario y yo éramos dos conos.
«¿Conos?», repitió él.
«Sí, somos como luces blancas con forma de cono.» Los dos empezamos a elevarnos despacio por encima del campo, y pude ver a miles de hombres que todavía luchaban y que la batalla se había extendido casi un kilómetro en cada dirección.
Cuando hubimos ascendido un poco más, comencé a presenciar algo sumamente conmovedor y de veras increíble. En el campo de batalla y alrededor, vi innumerables conos de luz brillante que se elevaban lentamente desde el polvo de todos los rincones. Todos estábamos subiendo, alejándonos cada vez más del conflicto, las almas entretejiéndose en el aire en un movimiento indescriptiblemente bello.
Era un contraste apabullante con el horror y el caos de la guerra de abajo.
«¿Hay luces que sean mayores o más brillantes que otras?», inquirió Brian.
«No. Todos somos exactamente iguales.»
«¿Alguna luz va hacia abajo?», se preguntó en voz alta. Advertí su fascinación, su gran interés en lo que yo estaba viendo.
«No. Todos somos iguales y todos estamos ascendiendo», respondí.
«Hay lo que parece un embudo gigante que se ha formado en el centro de una nube muy grande, y todos estamos flotando hacia su centro. Me siento de maravilla, como si estuviera nadando en un mar de amor. Jamás me he sentido tan bien en mi vida. Ningún dolor en absoluto. Dentro de mi cuerpo me siento como no me he sentido nunca, totalmente desamarrado, liberado de él. Ni dolor ni inquietud, solo una paz y una dicha inmensas.»
«¿Cuántas luces más están ascendiendo contigo?»
«Centenares», susurré. «Hay muchísimos conos por encima, y muchísimos más que vienen desde abajo.»
Noté que todos comenzábamos a flotar en el embudo, y describí cómo era eso. «El extremo del embudo es grande, pero al entrar se ve un túnel más estrecho y luminoso unido al mismo, en el cual hay una luz blanca intensísima. Estoy aquí con unos treinta conos más, apretados unos contra otros, y nuestra luz es la misma que la del túnel.» Me sentía completamente sobrecogido. Más adelante me enseñaron una foto de ese momento, tomada por alguien del público. En ella yo miraba hacia arriba, algo por encima de mí, la cabeza vuelta hacia atrás y la expresión de estremecimiento total, como ante una revelación.
«Hemos llegado a una gran sala. También es de un blanco increíblemente vivo, pero parece ilimitada… no tiene paredes. Alrededor flotan y revolotean un gran número de bellos conos blancos. Aquí se respira una gran paz, así como la sensación de que nos rodea un amor enorme, infinito. Dos ancianos de aspecto sabio y brillantemente iluminados, con túnicas blancas y largas barbas, han venido en busca de alguien. Se marchan con un grupo de unos treinta conos, cada vez más pequeños hasta desaparecer por la derecha. No sé adónde vamos desde aquí.»
«¿Han venido por ti?», preguntó Brian.
«Aún no, pero tengo paciencia y estoy tranquilo. Somos muchos. Aquí hay mucha quietud, y sé que vendrán por mí cuando llegue mi hora», contesté.
Mientras esperábamos, Brian preguntó: «¿Qué crees que has aprendido de esa vida?»
«Que la guerra y las matanzas son una locura. Que nadie gana y todos pierden. Cada vez que un hombre cae en el campo de batalla, sobrevienen desgracias a su familia y sus seres queridos, quienes sufren profundamente. No hace falta llorar por los hombres que han muerto: están experimentando dicha y amor puro mientras son recibidos en el lugar de reposo. Sin embargo, el dolor, la pena y la gran tristeza que su muerte provoca en los seres queridos y tantos otros es incalculable. Cada vez que muere un hombre, alguien pierde un hijo, un hermano, un esposo, un padre, un tío, un sobrino, un amigo. Su pesar y su aflicción son enormes, y el hueco que queda en su vida no vuelve a llenarse jamás, hasta que nos encontramos de nuevo en el cielo. Entonces podemos desprendernos de esta carga que parecía que no iba a menguar nunca, y podemos ver y abrazar en la paz y la serenidad del lugar de reposo a los seres queridos que han muerto antes que nosotros. El amor es constante, el hilo más importante que recorre el tapiz de todas nuestras vidas. Es lo que da a la existencia su carácter tan sagrado y especial. Compartir el amor y ser amados: no hay nada tan importante ni por asomo.»
Al salir del trance, abrí los ojos y miré a los presentes. Muchos lloraban y sonreían a la vez. Son lágrimas de alegría, pensé. Estaban felices y daban gracias por lo que acababan de presenciar, lo mismo que yo. Jamás habría imaginado que me encontraría con tanta bendición y tanta dicha.
Brian me preguntó si el área de mi espalda donde fui acuchillado era la misma en la que experimentaba el dolor más intenso. Expliqué que era exactamente el mismo sitio. Desde ese día de verano de 2009 tengo bastante menos. Aproximadamente una tercera parte ha desaparecido del todo, y espero que con el tiempo se reduzca aún más. Ver y sentir con claridad la vida y la muerte hace más de quinientos
años es una experiencia realmente asombrosa. Cambias. Los ojos se abren del todo a la verdad de lo que somos. Atravesamos una metamorfosis universal, una y otra vez, hasta aprender nuestras lecciones aquí en la Tierra. Cuando «morimos», la oruga se convierte en mariposa, y flotamos fuera del cuerpo y directamente hacia nuestros seres queridos y nuestro legítimo lugar de descanso, el cielo.
Michael Brown
Libro: «Los Milagros existen»
Autor: Brian Weiss
Lo puedes encontrar en casi todas las librerías y plataformas.
Recomendación Película: «Ángeles Inesperados»
Basada en una historia de la vida real que sucedió en 1993, esta emotiva película revela el poder de amar aún cuando te sientes totalmente destruído/roto. Muestra el poder de una mujer que aún en sus momentos más oscuros llega a la vida de una familia siguiendo la voz de su corazón.
En paralelo muestra el dolor y la falta o pérdida de esperanza que experimenta un hombre cuando los pruebas de la vida lo superan.
Reflexionando la película a profundidad, me recuerda que la gente no puede dar lo que no tiene porque cuando el corazón se cierra, la dureza lidera. Puedes mover el universo para ayudar a alguien con un poder infinito que sólo puede venir de tu Espíritu. Parece irreal pero todo esta historia y vivencia fue real y esto demuestra un mensaje canalizado de Dios que compartí y dice: “La expansión no tiene límites. No te veas a tI mismo limitado, porque aunque ciertamente navegas en un cuerpo físico con tiempo limitado, TODO LO ILIMITADO, EMANA DE ÉL.” El poder ilimitado muestra claramente lo que ella logró que para cualquiera hubiera sido imposible; pero eso no quiere decir que ese amor le haya sido devuelto de la misma manera o a través de las mismas personas. Así que la gran sabiduría como ella lo mostró es dar y soltar. Saber dónde te quieren y dónde no.
Otra reflexión es que llega el día en que necesitas ser completamente honesto, compasivo y amoroso contigo para poder tener la determinación y voluntad para transformarte y permitir que ese amor infinito que ya tienes, también bañe tus días y caminar de amor.
Finalmente, esta película te ayuda a comprender el poder de la sincronía. A veces tienen que pasar varias cosas antes de que todo esté alineado. Nunca pienses que tus oraciones no son comprendidas ni escuchadas por toda Luz Divina del Universo, simplemente todo tiene que estar alineado, así que cuando te sientas desesperado es cuando más debes soltar el control y permitir que todo se siga alineando.
Así que para mí esta película tiene que ver con el Poder del Amor, de la compasión y de la empatía de un Ángel que sintiéndose destruído llegó a la vida de esta familia.
Espero la disfrutes en el cine y si no es posible, seguramente estará en plataformas próximamente. ¡No te la pierdas!
Nunca olvides que todo lo ilimitado emana de ti, porque tú ya eres un Ángel.
Eres amor… y así es.
Eres por siempre amado… y así es
Gabriela Zarzosa Quintero
Película: «Ángeles Inesperados»
Reparto: Hilary Swank (Ganadora de 2 premios Óscar), Alan Ritchson, Nancy Travis, Tamala Jones, entre otros.